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La renovación liturgica

sábado, 6 de agosto de 2011


Para el alma humilde y creyente, la casa de Dios en la tierra es la puerta del cielo. El canto de alabanza, la oración, las palabras presentadas por los representantes de Cristo, son los agentes designados por Dios para preparar un pueblo para la iglesia celestial, para aquel culto más sublime, en el que no podrá entrar nada que corrompa…


Ha habido un gran cambio, y no en el mejor sentido, sino en el peor, en los hábitos y costumbres de la gente, con referencia al culto religioso. Las cosas preciosas y sagradas que nos relacionan con Dios, están perdiendo rápidamente su influencia, y son rebajadas al nivel de las más comunes. La reverencia que el pueblo tenía antiguamente por el santuario donde se encontraba con Dios en servicio sagrado, ha desaparecido mayormente. Sin embargo, Dios mismo dio el orden del servicio, ensalzándolo muy por encima de todo lo que tuviese naturaleza temporal…

Debiera haber reglas respecto al tiempo, lugar y la manera de adorar. Nada de lo que es sagrado, de lo que pertenece al culto de Dios, debe ser tratado con descuido o indiferencia.

Cuando los adoradores entran en el lugar de reunión, deben hacerlo con decoro, pasando quedamente a sus asientos… La conversación común, con cuchicheos, y las risas no deben permitirse en la casa de culto, ni antes ni después del servicio…

Si cuando la gente entra en la casa de culto tiene verdadera reverencia por el Señor, y recuerda que está en Su presencia, habrá una suave elocuencia en el silencio.

Todo el servicio debe ser dirigido con solemnidad y reverencia, como si fuese en la visible presencia del Maestro de las asambleas.

Algunas veces los jóvenes tienen tan poca reverencia por la casa y el culto de Dios, que sostienen continua comunicación unos con otros durante el sermón.

No es extraño que nuestras iglesias sean débiles, y que no tengan esa piedad profunda y ferviente que debieran tener. Nuestras costumbres actuales, que deshonran a Dios y rebajan lo sagrado y celestial al nivel de lo común, nos resultan contrarias…

Es demasiado cierto que la reverencia por la casa de Dios ha llegado casi a extinguirse. No se disciernen las cosas y lugares sagrados, ni se aprecia lo santo y lo exaltado. ¿No falta en nuestra familia la piedad ferviente? ¿No se deberá a que se arrastra en el polvo el alto estandarte de la religión? Dios dio a su antiguo pueblo reglas de orden, perfectas y exactas. ¿Ha cambiado su carácter? ¿No es el Dios grande y poderoso que rige en el cielo de los cielos? ¿No sería bueno que leyésemos con frecuencia las instrucciones dadas por Dios mismo a los hebreos para que nosotros, los que tenemos la luz de la gloriosa verdad, imitemos su reverencia por la casa de Dios? Tenemos abundantes razones para conservar un espíritu ferviente y consagrado en el culto de Dios. Tenemos motivos para ser más reflexivos y reverentes en nuestro culto que los judíos. Pero un enemigo ha estado trabajando para destruir nuestra fe en el carácter sagrado del culto cristiano.

Casi todos necesitan que se les enseñe a conducirse en la casa de Dios.

A causa de la irreverencia en la actitud, la indumentaria y el comportamiento, por falta de una disposición a adorarle, Dios ha apartado con frecuencia su rostro de aquellos que se habían congregado para rendirle culto.

Cuando se ha suscitado una iglesia y se le ha dejado sin instrucción en estos puntos, el predicador a descuidado su deber y tendrá que dar cuenta a Dios de las impresiones que dejó prevalecer.

Joyas de los testimonios, Tomo 2, págs. 193 – 202.


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